Este artículo está escrito por la psicóloga Lucía Romero Twardzik.
Durante la adolescencia se da una etapa del desarrollo especialmente vulnerable en el desarrollo evolutivo donde el criterio que mueve a las personas es el interpersonal, es decir, desean agradar a otras personas para recibir aceptación y sentir pertenencia en el grupo.
Cuando hay rechazo del cuerpo y problemas de autoestima se puede llegar a buscar exageradamente la validación en el grupo, de manera externa.
En este sentido, durante la adolescencia se crea una relación perversa con los mensajes que nos transmite nuestra sociedad porque se potencia aún más la necesidad de gustar y de sentir aceptación a través de un cuerpo delgado y esbelto, de un cuerpo que nunca llega a ser perfecto y que acaba siendo rechazado.
Buscar esta perfección puede llevarnos además a ser dependientes y necesitar agradar siempre a las demás personas. Pero como bien sabemos la perfección no existe más que en nuestras cabezas y alcanzar los ideales propios y sociales es una tarea imposible que nos aleja de nuestra verdadera esencia y valor personal.
En está búsqueda de validación en los ojos de las demás personas, la pregunta que se hacen los y las adolescentes es: ¿Qué tendría que hacer para que me aceptaran? Y la respuesta que se dan nunca es ACEPTARME YO.
De este modo, existe miedo a expresar opiniones, deseos, etc., por miedo a qué pasará si digo lo que pienso, por miedo a sentir rechazo y no aceptación. Todo ello propicia que en esta edad las personas puedan llegar a tener una auténtica dificultad para escuchar las propias emociones y regirse por ellas.
Así mismo, en muchos casos se ha recibido una deficiente educación sobre como reconocer y gestionar nuestras emociones y estados de ánimo, y es bastante habitual confundir el hambre con estados emocionales incómodos como ansiedad, vacío, tristeza y aburrimiento.
Por todo ello, se genera mucho dolor psicológico-emocional y los sentimientos de rabia, culpa, e impotencia se desplazan al cuerpo mediante atracones de comida.
Por otro lado, el rechazo hacia la propia persona o el propio cuerpo puede llevar, del mismo modo, a iniciar dietas restrictivas, realizar ejercicios interminables, usar laxantes o vomitar. El objetivo final de estas medidas es el de alcanzar esa delgadez que parece que tanto promete y, en muchos casos además, el inicio también está propiciado por algún problema familiar o relacional.
Una dieta restrictiva puede resultar ser un problema ya que puede favorecer el desarrollo de una relación insana con la comida debido a que si nos negamos el hambre fisiológica o incluso eliminamos una ingesta del día, esto puede provocar ansiedad por comer. Además, si nos resistimos a ciertos alimentos que consideramos prohibidos como los hidratos de carbono (pan, pastas, galletas, bollería, patatas fritas, etc.), la necesidad y el deseo por comerlos crece con el tiempo, hasta que el organismo no puede más y se tiene el primer atracón.
Este tipo de alimentos con niveles altos de azúcar (principalmente comida chatarra), nos hacen sentir mejor porque evolutivamente los hemos necesitado para sobrevivir. Sentimos placer al comerlos y por eso los buscamos. Cuando conectamos este placer con un estado de ánimo o emociones desagradables, aprendemos de forma inconsciente que la comida puede ser una buena herramienta para tapar este malestar y es posible que nuestro cerebro opte por esta respuesta rápida en el futuro.
En los últimos años estamos asistiendo a una normalización del seguimiento crónico de dietas. Esto puede causar que muchas personas, con la esperanza de volver a recuperar el control de sus vidas y su salud física, tengan etapas de restricción, causando, más tarde etapas de descontrol. Aquí se entra en un bucle peligroso en el que la culpa se haya como protagonista.
Por todo ello, en numerosas ocasiones vemos cómo la relación con la comida solo es el síntoma de un malestar interior y que es necesario dirigir la mirada hacia nuestro interior y ver qué necesidades reales no estamos escuchando ni satisfaciendo.
Seguramente la necesidad no cubierta que más hambre nos provoca es la de negar nuestra esencia o nuestro yo más verdadero. Al luchar contra aquello que somos, con nuestras virtudes y defectos, nos dividimos y debilitamos. Solo aceptando incondicionalmente quiénes somos podremos brillar con luz propia. Esto pasará por aprender a conocernos y querernos y a conocer nuestras necesidades más verdaderas. Necesitaremos conectar con nuestro cuerpo para poder escuchar nuestras señales internas y aprender a guiarnos por ellas. Será necesario aprender a reconocer y gestionar nuestras emociones y a cuestionar pensamientos y creencias desadapativas.
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