A día de hoy, hacemos uso de muchos dispositivos tecnológicos a fin de facilitarnos la vida: alarmas, aplicaciones, y demás herramientas virtuales. Es curioso que en el mundo de los adultos sea bajo la premisa de organizarnos, de que nada se nos olvide, de tener las cosas en cuenta. Sin embargo, cuando son los niños los que utilizan los mismos dispositivos (lógicamente, para fines más lúdicos), no lo consideramos un uso, si no un abuso; y expresamos abiertamente: «se pasa el día con el móvil», «no se despega de la psp», «no suelta la tablet».
Estos extremos llegan al punto en que mayores y pequeños buscamos, descargamos, instalamos, y nos ponemos en manos de aplicaciones de todo tipo. Este es el caso del corrector ortográfico; y, a medida que sobrevaloramos el corrector, devaluamos la ortografía. Esas normas que regulan la escritura, que tanto peso tienen en la educación de nuestros pequeños. Esas normas que, si fueran bien interiorizadas harían superfluo cualquier corrector. Esas normas que hacen las cosas tan distintas (estamos hablando mientras ablando la masa…), y que, si no respetamos, tornan los «errores» en «horrores».
Claro está, además, que los mensajes que mandamos a los más pequeños para desligarlos de sus maquinitas, carecen de valor si entre tanto somos sus adultos de referencia los que le «damos» a la tecla. Y, es que, es bien sabido: una imagen vale más que mil palabras.
Goizane Larragan
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